Por Maleni Grider

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién he de temer? Amparo de mi vida es el Señor, ¿ante quién temblaré?”
Salmos 27:1

Es una bella mañana. Estoy sola en mi habitación. Mis hijos se han ido a la escuela, y mi esposo al trabajo. La casa está en silencio, el aire lleno de paz. La luz de la mañana se cuela por las ventanas de mi lugar favorito: nuestra habitación, el lugar donde hablo, duermo, leo, sueño, planeo y oro con mi esposo. Sentada en nuestro sillón color marrón, todavía en ropa de dormir, respiro.

En las semanas pasadas, mientras aprendí a adorar sin cesar, el mundo desapareció. Nada fue tan importante como lo era antes. Era sólo la presencia de Dios lo que me seducía. Siempre, desde pequeña, he cantado. Así que mi adoración constante incluyó cantar día y noche. Cantar, orar, adorar y alabar a mi Señor. Esperé su misericordia, confié en su protección, sobre mis rodillas y en mi corazón ministré para mi familia, para mí misma, para mi enfermedad.

Durante muchos días, la mano de mi esposo sostuvo la mía mientras buscábamos el rostro del Señor en esta circunstancia, entre muchas otras de gran trascendencia que estábamos atravesando. Su fe, sus oraciones, su amor y su fidelidad se combinaron con mi fe y juntos caminamos este valle. Durante largas noches lo vi caer exhausto, vencido por el sueño y por todo el esfuerzo del día. Lo acaricié, me quedé despierta. Corrí junto al Señor, buscando sus pisadas, su voz, su dulce abrazo, su inigualable presencia.

Uno de esos días, la paz invadió mi vida de manera sobrenatural. Caminé sin preocupación. Dormí durante la tormenta, caminé sobre el agua, y Jesús me visitó. Fue un antes y un después. Por siempre hablaré de su amor, de su majestuosa belleza, de su luz. Jesús cumplió su promesa, caminó conmigo en el tiempo de la aflicción, y me protegió. He oído su voz, he escuchado su llamado. Él planeó un futuro para mí. Nadie puede decir que no cuando Él dice sí. Cuando Él abre la puerta, nadie puede cerrarla.

El Señor peleó esta batalla por mí, conmigo. El Señor depositó en mi esposo su poder para guiarme durante esta prueba. Sí. Lloré. Me dolí. Tuve miedo. Sí, algunos días estuve abajo, en lugares oscuros. Pero nunca me solté de la mano de mi Salvador y Sanador. Me aferré a Cristo. Rogué al Espíritu Santo por su llenura y su consuelo. El Señor me fortaleció, me levantó, me ordenó caminar, poner mis ojos sobre Él, dejarlo todo y confiar en su infinito amor. Amor eterno y perfecto.

El día que esperábamos llegó. La respuesta del médico. El buen reporte. El reporte de nuestro Dios, el poderoso, el misericordioso, el que escucha nuestras plegarias y sana nuestro dolor. El que nos saca de las tinieblas, el que camina con nosotros en la oscuridad y nos sostiene mientras el mundo amenaza con derrumbarse. Dios fiel. Dios de promesas inquebrantables. Dios, Padre nuestro. El gran Yo Soy.

Recibimos su gracia y su liberación por fe. Hoy puedo sentarme aquí, en el sillón de nuestras plegarias, el sillón de día y de noche, donde libramos nuestras batallas en oración. Puedo mirar la luz del sol. Puedo besar a mis hijos. Amar a mi esposo. Buscar junto a él la santidad que el Señor nos ha demandado. ¡Tuya es nuestra vida Señor, y por siempre viviremos junto a ti!

¿A dónde iríamos si no? Nadie tiene palabras de vida eterna como tú. Tú eres el camino, la verdad y la vida. Gracias por darnos el beneficio de la sanidad, gracias por todos tus milagros, gracias por aceptarnos como hijos y por darnos un lugar en tu Reino. Sella nuestros corazones con el fuego del cielo, fuego que renueva, purifica, consume y enciende. Sopla vida sobre nuestros huesos, y haznos andar en las verdes pasturas de tu creación.

Cuando el dolor y la fe se combinan, Dios está ahí presente, fraguando nuestro rescate.

 

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